Historias de San Luis: historias que a veces dan miedo
Hemos compartido relatos que han generado temor y sorpresa. No haré un detalle, pero hay temas que nos han marcado porque son inexplicables.
Si uso la palabra cementerio, muchas personas recordarán una historia reciente: la del niño Carmelito Rojas, que las creencias populares aseguran que llora en el Cementerio del Rosario, en la zona oeste de la ciudad de San Luis.
Carlos y Rosa son un matrimonio que conozco hace un buen tiempo.
Recuerdan que durante muchos años, si leyó bien, durante muchos años, cuando pasaban para esperar el transporte urbano de pasajeros e ir a su trabajo, desde el interior del cementerio San José, por calle Balcarce, sentían que los chistaban o los llamaban con el clásico ¡eh eh!
Ellos no son de tener miedo. Para nada.
Aplican ese antiguo axioma que “a los muertos no hay que tenerles miedo sino a los que están vivos”.
No sintieron temor, pero sí una enorme curiosidad.
Parecía que los sonidos venían de la zona del portón central de hierro ubicado frente a la plazoleta Sargento Baigorria.
Desde la primera vez que sintieron ese “extraño llamado” a la madrugada, lo único que hicieron fue cambiar de vereda para ver qué sucedía.
O sea, en lugar de caminar por la vereda pegada al cementerio, lo hacían por la plazoleta.
Pero el llamado se repetía, sin importar el camino elegido.
Eso sí. Únicamente sucedía cuando iban los dos. Nunca cuando pasaba uno de ellos solo. Y siempre de madrugada.
En una oportunidad, se acercaron al portón para tratar de ver algo con la poca luz del lugar. Y cada vez que repetían esta acción, los dejaban de chistar o llamar.
Ambos son muy respetuosos de los “camposantos” y nunca se les ocurrió llevar una linterna para alumbrar hacia el interior del lugar, ya que consideraban que ese acto “era una profanación”.
Jamás escucharon nada en otro horario que no fuera de madrugada y cuando iban juntos.
Decidieron entonces que, mientras esperaban el ómnibus, iban a rezar una oración por las almas de los fieles difuntos de ese lugar.
Una vez, relata Rosa, estaban unos jóvenes tirados en el pasto de la plazoleta y excedidos en el consumo de bebidas.
“Eran vecinos nuestros así que nos saludamos todos”.
Pero de pronto surgió nítidamente el llamado desde la zona del portón de entrada del Cementerio, y los jóvenes se asustaron mucho.
“Les alcanzamos a explicar a medias que eso pasaba siempre y no era nada malo”, relata sonriendo Rosa, “pero no sé si nos escucharon porque le faltaban patas para correr”.
Mi padre era amigo de un empleado del Cementerio Municipal San José, antes llamado de los Ricos.
“Un panteonero” como les decían entonces, y que cuando se juntaba con mi viejo le contaba con absoluta naturalidad muchas historias “inexplicables” del cementerio. Me voy a reservar su apellido, pero vivía muy cerca, en la llamada entonces Avenida Julio A. Roca. Muchos ya se dieron cuenta de quién es.
Va otra. En Santa Rosa del Conlara observé varias noches una extraña situación.
Cuando un hombre venía en su carro por la avenida de acceso desde el pueblo hacia la salida, todas las noches lo acompañaba al costado derecho una luz muy brillante, mientras pasaba por el frente del cementerio del lugar.
El cementerio está alejado de la ruta por dónde venía el carruaje, pero parecía que la luz salía de allí y lo estaba esperando.
El caballo jamás se espantó y seguía su trote normalmente. Picaso se llamaba el animal.
Cuando este hombre me cuenta la historia, no le creí. Pero me desafió: “mirá mañana y todas las noches que quieras y verás que es así”, me dijo.
Y era así nomás. Tres noches seguidas estuve observando lo que pasaba.
La luz aparecía, lo acompañaba por el descampado, y luego desaparecía.
Hay historias así en muchas partes. Y no son películas de ciencia ficción o de terror.